En julio pasado, escribía en este blog una entrada titulada “Todavía existe la prescindencia”, en la que realizaba unas breves reflexiones sobre la existencia de comportamientos que nos recordaban a ese modelo de tratamiento de la discapacidad que se identifica con el término “prescindencia”.
En aquella ocasión lo hacía en relación con algunas prácticas existentes en los ámbitos educativo y deportivo. Señalaba que esas prácticas no aparecían como una prescindencia “abierta y descarada como la de los clásicos (aunque ojo con algunas publicaciones en el ámbito de las nuevas tecnologías o en el marco de la corriente transhumanista); sino de una prescindencia más sutil, segregadora y excluyente, que ya ni llega a utilizar el argumento (discriminatorio) de la caridad”.
La pandemia del Covid-19, sin embargo, ha puesto de manifiesto que la prescindencia está ahí, y que puede manifestarse de manera abierta y descarada, extendiéndose más allá de la discapacidad y alcanzando a las personas mayores. Y es que, probablemente, este modelo de tratamiento de la discapacidad no haya desaparecido nunca, a pesar de lo que el Derecho, nacional e internacional, establezca.
Se sigue manejando una idea de dignidad humana consecuencia de un modelo humano capacitista una de cuyas dimensiones tiene que ver con su aporte o contribución social. El criterio de la utilidad social, que ha aparecido en varios documentos de asociaciones y comités nacionales e internacionales es la manifestación más evidente.
Parece que el discurso de los derechos humanos, en situaciones extremas y no tan extremas (no olvidemos que la toma de decisiones que afecta a bienes, valores y necesidades, en contextos de escasez, no es algo tan extraño), deja de estar vigente y no solo en España sino en todo el mundo. Como ya señalé en otra entrada, se pretende construir una ética pública contraria a los derechos o discriminatoria. Y ello a pesar de la existencia de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad o de la Convención Interamericana de Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores.
Algunos de los documentos y prácticas que hemos visto estos días, comparten la filosofía sobre la discapacidad presente en el pensamiento clásico, en las prácticas de la Alemania nazi o en los experimentos médicos realizados en Estados Unidos en los años sesenta del siglo pasado (en los que se utilizaban a personas con discapacidad y a mayores). Esa filosofía que un prestigioso juez norteamericano, Oliver Wendell Holmes, expuso en la Sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos del caso Buck v. Bell de 1927 (un caso de esterilización de una persona con discapacidad), afirmando finalmente: “Tres generaciones de imbéciles son suficientes”.
Por fortuna, junto a esos documentos han aparecido otros claramente enfrentados a esta filosofía. Pueden servir de ejemplo el “Informe del Comité de Bioética de España sobre los aspectos bioéticos de la priorización de recursos sanitarios en el contexto de la crisis del coronavirus” o el “Informe del Ministerio de Sanidad sobre los aspectos éticos en situaciones de pandemia: El SARS-CoV-2”. Se trata sin duda de documentos polémicos (por cierto, llama la atención que aparentemente no estén comunicados), pero dentro del discurso de los derechos.
En cualquier caso, estos documentos no pueden ocultar que la filosofía de la prescindencia está todavía presente en parte de la sociedad y en algunas instituciones, y que a pesar de que llevemos casi 15 años de Convención y de una legislación, en términos generales, pro derechos de las personas con discapacidad, no se ha conseguido cambiar su concepción social.
Y es que el Derecho no basta. Es necesario educar y formar en derechos humanos.